5/5/08

El costado de la casa de mi padre






Hoy estuve todo el día pensando en lo que significaría para mí, vivir en un autoexilio en un lugar solitario, con muy poca o nada de industrialización o tecnología. De verdad que estuve dando vueltas y vueltas imaginándome allí de manera permanente.
Me imaginé viviendo en la casa donde pasamos las vacaciones en los Valles del Tuy (casa paterna). La misma está ubicada en lo alto de una colina, rodeada de una verde vegetación y en donde la brisa fresca aparece ya casi al final de la tarde, como para refrescar la tierra del sofocante calor que allí reina.
En compañía de mis hijos me traslado hasta esas hectáreas de tierra para pasar varios días al año y descansar de la ajetreada agenda, huir del tráfico, la violencia y obtener un poco de paz aquí en la tierra (cosa que solo pienso yo, porque mis hijos si no fuera porque hay un río en el pueblo, ni se acercarían a ese lugar), realmente disfruto estar allí, no voy por el río, ni por la familia que aún conservo allí, voy con la sola idea en mi mente de sentarme al costado de la casa y observar las colinas, las aves volar, las hormigas que juguetean entre la tierra y se trasladan con pesadas cargas a través de los prolongados árboles de mamón o mango.
Me agrada el silencio que encuentro allí, que solo es interrumpido por los exclamaciones de mis hijos pidiendo que los lleve al río, (Sin embargo no entiendo por que siguen insistiendo, saben perfectamente que nada me alejará de aquel encanto) pero es mi padre que como todo abuelo los complace y termina llevándolos al centro de sus anhelos.
Si por mí fuera no saliera de aquella casa, sus habitaciones me parecen confortables a pesar de que aún está a medio terminar y aquella ausencia de toda la comodidad que hay en casa, me hace sentir un poco añeja, primitiva, pero allí esa situación no me molesta.
Me seduce la idea casi chiflada de encender el fogón para hacer las caraotas negras (a mi padre le gusta ahorrar el gas), el proceso de buscar los trozos de leño apropiados para tal fin, trasladarme hasta el conuco a recoger las vainas, abrirlas hasta hacer aparecer aquel grano fresco que muchas veces por lo fresco no es ni negro; o quizás no son caraotas lo que quiero cocinar sino yuca sancochada o frita (la preferida de mis hijos), ir a sacarlas del lugar en que se encuentran escondidas debajo de la tierra, todo ese transcurrir de cosas me atrapa, me enamora.
El placer de sentarte debajo de un árbol y que éste te alimente, con dulces mamones, cerezas, mangos o parchitas, ver como la tierra es tan fructífera y te ofrece de sus entrañas algunas de sus creaciones; eso me hace imaginar estar en un paraíso donde no dependes en nada de terceros para poder alimentarte. Solo la tierra, la lluvia, el sol y el trabajo esforzado que por supuesto hace mi padre día a día para que eso sea de esa manera (gracias doy a Dios por mi padre, resplandeciente ejemplo de hombre honrado y trabajador).
¡Oh! definitivamente esa vida me magnetiza.
A pesar de mi resistencia tengo algunas veces que ir a visitar a mis tías, tíos y primos (muy a pesar de mis deseos de quedarme), pienso determinada, solo serán algunas horas, pronto regresaré a mi lugar favorito, el costado de la casa de mi papá.
Así transcurren varios días que se convierten en semanas, mientras me siento radiante y totalmente absorta en mi embriaguez por aquel lugar.
La casa no está tan cerca del pueblo, caminando, más o menos son como treinta y cinco minutos (eso es si vas bajando, porque la cantidad de minutos se duplica cuando empiezas a subir de regreso).
En este pueblo no hay bancos, centros comerciales, farmacias, ni cybers, ni tecnología, allí los celulares tienen poca o nada de cobertura y cuando logras conseguir un sitio donde te “agarre” la señal, deberás hacer maromas como: subirte a un árbol, una reja, o en un cuadrado casi perfecto de cincuenta centímetros por cincuenta centímetros, de donde no deberás moverte después que encuentres el celestial lugar exacto donde puedas hacer una llamada, en la que deberás hablar muy rápidamente para impedir que el mensaje quede a medias y tu interlocutor se pregunte en que hueco del planeta te encuentras metido.
Como todo pueblo pequeño, la gente es curiosa y chismosa, que a la final quiere decir lo mismo (no es que no sea de esa manera en la capital u otra ciudad, es solo que aquí son menos discretos), pero también la gente de este pueblito es amable, solidaria y alegre.
Pero a pesar de toda esa magia que me envuelve en ese lugar no creo poder permanecer más de las pocas semanas que estamos allí.
Llega un momento en que simplemente quiero regresar, es como si la dosis que necesitaba de soledad en un lugar así, estuviera ya totalmente suministrada.
Me gusta la gente, de mi ciudad (que también es un pueblo, pero un poco más grande, mas industrializado, mas moderno), mas acorde a mi estilo de vida, tengo lo que necesito: bancos, centros comerciales, tráfico, fuentes de empleo, colegios, liceos, universidades y un sin fin de otras cosas con las que quizás no podría dejar de vivir. Mi ciudad-pueblo, no es como Caracas, no creo poder vivir en Caracas jamás, pero me gusta de vez en cuando visitarla de pasaditas, sin quedarme mucho, hay muchas cosas en la capital que me gustan, pero no tanto como para mudarme allá.
Creo que ahora puedo volver a realizarme la pregunta anterior, esa que dio inicio a esta historia, ¿podría yo auto exiliarme? ¿Irme donde nadie vuelva a molestarme o herirme ya jamás? Definitivamente, no, no podría vivir jamás en el destierro y mucho menos auto imponérmelo, no sería capaz de vivir aislada de la vida que me rodea, creo que yo necesitaría algo de los dos mundos, no creo poder vivir sin esas semanas en que me aparto de todos, en el costado de la casa de mi padre, pero tampoco podría vivir alejada de todo los adelantos y comodidades.
Solo me iría a un lugar donde haya una ciudad parecida a la mía que Dios la haya además perfeccionando con un mar extenso, azul verdoso y un sol radiante. Un lugar donde pueda tener todo lo que tengo ahora y que al solo asomarme a la ventana pueda observar el océano tan majestuoso, tan solemne, ese sería mi lugar soñado; porque el lugar perfecto siempre será, al costado de la casa de mi padre, donde la desvergonzada brisa de la tarde da contra mi cara para acariciarme.
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