14/7/08

Un encargo del cielo

Por Edelly J.
Era la cuarta vez que lo veía deambular por las calle...quise acercármele, pero pensé... “aún no es tiempo”...a lo lejos, me miró indiferente y algo incómodo por mi intrusa mirada, la desvié y seguí mi camino...ya me lo volvería a encontrar en otra ocasión; igual ambos supimos en ese instante que coexistíamos en la misma ciudad.
Unas semanas mas tarde, volví a aquel lugar donde solía mirarlo, pero no estaba, decidí esperar a que retornara (si lo hacía), de todas maneras, tenía tiempo de sobra, había decidido no ir a trabajar.
Eran las dos de la tarde, el día estaba claro y hacía algo de frío, me estaba empezando a impacientar, cuando en la distancia, lo vi acercarse, arrastrando los pies y con la cabeza abajo, tenía la mirada perdida en el concreto de aquella plaza, como si quisiera encontrar en ella los pedazos de vida que había perdido; de pronto detuvo el paso y se inclinó a recoger algo, era una pequeña bolsa plástica, que ágilmente abrió extrayendo algo, que sin pensarlo dos veces se llevó a la boca, casi ni masticó, simplemente lo tragó y se quedó sentado en el piso, ante la mirada impasible de las persona que pasaban a su alrededor.
Inconscientemente dirigí mis manos a la bolsa que llevaba y saque de ella el envase, donde le traía algo de la comida, que había preparado la noche anterior, el corazón se me aceleró y un nudo se ubicó en mi garganta, le pedí a Dios fervientemente, mientras caminaba hacia aquel joven, que me acompañara, para que pudiera entender que Él (Dios) me había enviado a buscarle, para transmitirle un mensaje.
Cuando estuve justo al frente, le extendí mi brazo y lo ayudé a ponerse en pie, puse mi mano en su espalda y lo guié hasta el banco donde yo estaba sentada esperándolo, no cruzamos palabra alguna, nos sentamos uno al lado del otro, le di el envase que abrió con avidez, mientras le entregaba una cuchara que casi no utilizó, sus manos eran suficientes para el.
Durante aquellos instantes de solemne silencio, solo me confirió unas miradas, que yo a mi vez traducía con absoluta certeza de lo que me querían decir... "gracias” y otra vez “gracias”.
Observé con inesperada misericordia su aspecto mugriento y roñoso, pero a pesar que parecía que tenías muchas semanas que no había tomado una ducha, mi olfato no percibió ningún olor que me molestara o que impidiera estar cerca de el sin mostrarme asqueada, por el contrario algo poderoso en mí me impulsaba a acercarme sin temores.
Al terminar, devolvió el envase totalmente vació y me sonrió tímidamente; rompí el silencio para preguntarle si tenía un sitio donde lavarse o bañarse, para que se cambiara de ropa, mientras le mostraba unos jean negros, una camisa verde, un par de medias, una toalla y unos zapatos de goma (que viéndolo ahora de cerca pensé, le quedaría un poco grandes) que había traído de la casa; me dijo que a veces iba a un gimnasio cercano y el vigilante le permitía entrar, le pregunté _¿vamos? _ A lo que el respondió sin palabras, solo se puso de pie de un jalón.
Estábamos a dos cuadras, transitamos sin mediar palabras, le supuse unos 17 años y un nudo en la garganta casi no me dejaba respirar (tengo hijos que algún día tendrán su edad), inmediatamente detuve la marcha e hice algo que me salió del fondo de mi alma...lo abracé, como si en ese abrazo estuviera envolviendo a mis hijos, no pude sostener mis lágrimas y aquél joven tampoco, solo pude decirle “Dios te ama y tiene otro propósito para ti”, seguimos abrazados mientras nos acercábamos a nuestro destino.
El vigilante al vernos no objetó el favor, más bien facilitó jabón y champú, como si conociera, que su función en ese lugar, en ese instante, era ser proveedor de aquellos productos.
Esperamos impacientemente unos largos 20 minutos, el vigilante se llamaba Gregorio tenía 48 años y estaba trabajando en el gimnasio aproximadamente desde hace uno, tiempo en el cual se había topado con el muchacho unas seis veces, no sabía su nombre ni la historia de su vida, _“quizás no quiero saberla”_ dijo tristemente.
De pronto se abrió la puerta de aquellas duchas y apareció ante nuestra mirada incrédula, un apuesto joven de agraciada sonrisa, se acomodaba el jeans que le quedaba algo grande de cintura, lo que hacía que resbalara por sus caderas, sonreí pensando _“me faltó traer un cinturón”_, pero como si leyera mis pensamientos, Gregorio se quitó el que cargaba puesto y se lo entregó diciéndole _ “Hoy te hace mas falta a ti que a mi, además tengo otro en casa”_ extendiéndoselo con aquella expresiva mirada...
Ese fue el primer joven al que le facilité mi ayuda y mi apoyo (Honorio es su nombre), de eso han transcurrido diez años y después de él han venido cientos y creo muy dentro de mí, que ese ha sido un encargo especial, que me han dado del cielo. Numerosos han abandonado la vida de las drogas, el alcohol, la prostitución y ahora se encuentran sirviéndole a Dios y dan testimonio de la transformación que solo el amor de Dios ha hecho en sus vidas, otros no están sirviendo a Dios pero son ahora padres y esposo responsables, asimismo muchos más, han vuelto a ser esclavos de la miseria, muchos diría yo, han vuelto a su vómito, aunque suene algo repulsivo.
Me considero pagada en todo el sentido de la palabra, al observar la metamorfosis que ha habido en esas vidas, primero por fuera e inmediatamente después por dentro. Ellos solo necesitaron una palabra de aliento, una mano extendida que les ayudara a levantarse, sin juzgarlos, ni condenarlos, ya habían pagado un precio demasiado alto al alejarse de sus familias, viviendo en soledad y segregados de la sociedad.
¿Cuántas veces al ir camino a casa o al trabajo, los haz visto que te extienden su mano y te apartas temeroso, indiferente, repelido por aquel olor a abandono?
¿Cuántas veces, saciado, dejas comida en el plato, misma que va directo a la basura, sin pensar, cuantos afuera hay hambrientos?
¿Cuántas veces te haz lamentado por no disfrutar ropa de última moda a pesar de tener un guardarropa lleno de cosas que ya dejaste de usar, ignorando los miles que no tienen que ponerse?
¿Cuántas veces haz reprochado tu casa porque es pequeña o muy grande, cuando multitudes viven debajo de puentes, en las calles y a la intemperie?
¿Cuántas veces te haz quejado de tu madre, de tu padre o hermanos y por la familia “desastrosa” donde te ha tocado vivir, desconociendo los que afuera anhelan un abrazo afectuoso de alguien que les ame?
¿Cuántas veces asistimos a una iglesia (cualquiera, no importa) a alabar a Dios, mientras dejamos atrás a aquellos por los que Él también murió en aquella cruz?
¿Cómo, no podemos sentir el dolor de nuestro Padre celestial a ver lo indiferente que somos ante la necesidad de los demás?
¿Acaso basta que nosotros ya estemos “salvos” y a buen resguardo en el calor de aquellos bancos de iglesia?
No puedo entender el por qué de tanta ingratitud.
Pensamos que nuestros problemas son increíblemente superiores a lo de los demás, nos ahogamos en vasos frágiles de agua sin voltear la mirada a nuestro prójimo desprovisto de las Buenas Nuevas.
Hoy Padre mío me humillo ante ti, pidiéndote misericordia por nosotros, danos Señor tu perdón, ayúdanos a ver, en cada uno de esos privados de libertad, tu rostro y que ellos a su vez te reconozcan en el nuestro.
Que no nos quedemos callados, teniendo tan gratas noticias que dar a otros, Padre mío, ayúdanos a amar, como tú nos amaste primero a nosotros.

No hay comentarios.: